miércoles, abril 11, 2007

Albricio (II)

Así, en el puerto oscuro, Albricio paseaba y se sentía seguro. No deja de ser curiosa la capacidad de los hombres para inventarse confort y seguridad, para imaginarse hogares, en los sitios más inverosímiles. Porque para Albricio esas callejas húmedas y esas esquinas roídas eran un hogar. A veces incluso más que el sitio en el que dormía. Eran horas y horas de paseos ensimismado, como si el resto de las personas, los borrachos, los clientes, los mendigos y desahuciados, los que buscaban algo y las que lo ofrecían todo, como si todos, desparecieran a cada paso y sus ruidos y sus gritos se apagaran y no consiguieran romper el ritmo de sus pensamientos. Allí fue donde Albricio empezó a tejer, lentamente, las historias que sin él pretenderlo se le venían a la cabeza y le hablaban, como surgidas de debajo de algún adoquín. Él no hablaba de ellas con nadie, en realidad pocos eran sus amigos y ninguno demasiado íntimo, al menos antes de que apareciera Moises, pero aunque los hubiera habido tampoco les hubiera hablado de ellas.
Y así Albricio, entre paseo nocturno y paseo nocturno, y más bien poco más, llego a hacerse todo un hombre. Más bien desgarbado, más flaco que gordo y más estrecho que ancho, pero hombre. Le gustaba vivir todavía con su madre, ya mayor y sola al fin, abandonados ya los hombres de ida y vuelta y de olores rancios, porque todavía, de vez en cuando, insistía en contarle alguno de sus cuentos, todos oidos una y mil veces.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Albricio vivia en su mundo y a mi me apetece seguir conociéndole mas. Un beso.