jueves, agosto 31, 2006


Llegar tarde a tu propia muerte. William S. Burroughs.

Vamos por partes: Muerte de Anselmo

Entre los escalones quinto y séptimo de una fría escalera de caracol encontró Anselmo Delgado la muerte, una mañana tonta y tan fría como la escalera misma que se levantaba sobre la ciudad de Barcelona. En aquel tejado ya solo quedaban algunas palomas que revoloteaban sobre el cadáver y los charcos verdosos recuerdo de la lluvia del último martes. Le parecía a Anselmo cuando vivía que todos los Martes debía de llover en esa ciudad extraña, que las nubes iban acompasadas al ritmo de los días y que, por ley, los Jueves eran soleados rompiendo así las semanas con inocente alegría y calorcito.
Volvamos, pues, a cuando Anselmo estaba coleando todavía.
Un martes lluvioso se despertaba con él. Era Noviembre, mediados. La costumbre de empezar el día a las ocho se le había quedado incrustada entre ceja y ceja después de cuarenta y siete años trabajando en las imprentas Solàs e Hijos S.L., así que llevaba casi un mes sin trabajar y ahí estaba, poniéndose los zapatos y repeinándose los cuatro pelos que quedaban en pie, oyendo el desagüe del tejado bajando lleno hasta los topes, el agua ruidosa repicando encima del techo y después un hierro, suelto por el viento seguramente, golpeando la pared lateral que daba a la calle. Decició, claro, subir a echar una ojeada.

Más sobre la muerte

La muerte no es lo opuesto a la vida, es lo que sucede cuando la vida no es.
Así la vida es en el tiempo, mientras que la muerte es en el no-tiempo. Es el mar en el que nada la vida, indefensa, y es el mar en el que se hunde, exhausta, cuando no le quedan fuerzas con las que seguir pataleando para mantenerse a flote.
Cuando vivimos la muerte está ahí, es el mar de nada que nos rodea, no sucede pero está ahí.

martes, agosto 29, 2006

El loro

Escucho de vez en cuando los rumores que en el viento corren. Noticias de mi caída en desgracia y de mis mentiras sobre las noches acompañado. Sí, es todo verdad, vuelvo todos los días a casa dando tumbos y obligo a mi mujer a sodomizarme con el loro. Él está harto y me muerde el recto, los trocitos de carne que puede agarrar con su pequeño pico, pero así hace que me guste aun más.
Es esta la hora en la que yo me sincere con vosotros. Ha llegado el momento de que esto se aclare. Sí, me gustan los animales pero no, no tengo mascota. El loro es de mi mujer. Tuve una infancia feliz, recuerdo viajes al Pirineo y aprender a montar en bicicleta, pero también que regalaron a mi perro, al que yo quería mucho, porque molestaba a los vecinos. Bueno, quizás eso influyera. Aunque es poco probable. Al cabo de dos días ya no me acordaba del perro porque tenía una mesa de ping pong nueva y empezaba a jugar a médicos con las chicas de mi calle. ¿Dónde estarán ahora? ¿Me recordaran como las recuerdo yo a ellas? Eso espero.
El caso es que me gustan los animales y no tengo mascota. El caso es que me atraen, me ponen, me excitan, me, digamos, despiertan los sentidos. Y qué?
Además, resulta que no soy capaz de controlar mis impulsos. Y qué? Es eso un crimen? Bueno, es evidente que en ciertos países sí, lo es, pero a mi no me importa porque muchas otras cosas están prohibidas sin razón alguna. Se prohíben cosas constantemente y eso no impide, en absoluto, que esas cosas puedan llevarse a cabo dentro de una sana normalidad. Sin estridencias. Nunca dejaría que el loro me follara en público. Eso nunca. Pero en mi dormitorio, eso es otra cosa. Es una cosa que queda entre mi mujer, el loro y yo.
Además, sé que a él le gusta tanto como a mí. Solo hay que ver lo suaves y tersas que se le ha puesto las plumas. Y lo feliz que está todo el tiempo columpiando que va y columpiando que viene.

jueves, agosto 24, 2006

El texto aquí debajo no fue escrito pensando expresamente en Roure, pero espero que sirva como pequeño homenaje. No sé que más hacer, porque la muerte me desorienta.

Homenaje

No sé si me voy yo o te vas tú. Siempre que muere alguien me pasa lo mismo.
No sé si es una broma de mal gusto que nos dedicas, pero me temo que esta vez la broma te la hemos gastado a ti, entre todos. Solo espero que te dé tiempo a reírte, que hayas tenido tiempo de encontrarle la gracia a todo esto. Claro que sí. En realidad, estoy seguro de que lo último ha sido una risotada. Seguro que la enfermera todavía no se lo explica. Seguro que el médico de guardia todavía está pensando si incluirlo en las notas de su futura autobiografía. Seguro que la carcajada ha hecho temblar todo el edificio y que los celadores han tenido pesadillas toda la noche.
No, no he ido a tu entierro. He preferido continuar con la broma desde casa, sin compañía, porque así es como más nuestra, y, además, si resulta que al final todo esto no tiene gracia, pues nos enteramos tu y yo y ya está.
Si y no te voy a echar de menos, y, eso, amigo, es más de lo que puedo decirle a casi cualquiera, así que vamos ambos a conformarnos con eso, compañero.


“Algunos dicen y juran y rejuran que saltamos ambos aquel acantilado en la costa hace tantísimo tiempo. Y que morimos con solo ocho años. Aseguran que vieron a dos niños correr cogidos de la mano entre el bosque y a Dios prometen haberlos visto saltar aún agarrados el uno al otro.
Yo, desde luego, recuerdo haber caído, pero no recuerdo haber muerto. Y tú, hermano? Yo me recuerdo volando, riendo, pero no muriendo. Recuerdo las olas rompiendo contra las astilladas rocas del acantilado, pero nada más. Nada de muerte ni gritos ni dolor.”