martes, marzo 29, 2005

Ciencia y progreso (inacabado, faltan datos, etc...)

Ciencia y progreso

Uno de los muchos problemas de enfoque de la ciencia contemporánea, si puede llamarse así, es el sistemático olvido de los que perecieron derrotados en las viejas batallas libradas en nombre del progreso. Una postura como la nuestra de crecimiento constante hacia un futuro que creemos siempre mejor, en gran parte por herencia de una postura de la modernidad demostrada falsa una y otra vez, exige que los perdedores en esta carrera sean inmediatamente dejados a un lado y los vencedores alzados a los pulpitos mesiánicos del idolatrado “progreso científico”, ahora ya necesariamente entrecomillado después de un siglo veinte como el vivido. Remarquemos algunos ejemplos de esto en campos como las ciencias evolutivas o la física quántica.
Las hermosas teorías de los estructuralistas pre-darwinianos sobre la adaptación de los comportamientos de las especies a los cambios en la forma de sus cuerpos regidos por un “arquitecto de las formas” superior han sido apartados de la ciencia seria simplemente por ser falsos. Después de ellos, Lamarck y Darwin demostraron que los cambios en la forma de las especies en la evolución son posteriores a los cambios en el comportamiento, es decir, que los cambios en la forma no se rigen por los designios de ningún demiurgo de lo plástico o de lo útil, sino por las necesidades de los organismos de adaptarse a los cambios en el ambiente. Una vez apartados los estructuralistas de las ciencias “serias” sobre la evolución Lamarck fue a su vez derrotado por Darwin y relegado a un sempiterno segundo plano. Lamarck mantenía que las necesidades ambientales impulsaban al organismo a anteponer ciertas modificaciones a otras en función de su utilidad evolutiva (herencia de los caracteres adquiridos, los organismos cambian creativamente en aras de la utilidad y estas mejoras son transmitidas a la descendencia), pero Darwin demostró que los cambios genéticos (por utilizar un término contemporáneo) son solo fruto de la buena o mala fortuna de los organismos particulares enfrentados a un medio particular, en la jugada de dados eterna entre las especies y los ambientes. Sobreviven las especies que tienen la suerte de ser mejores. Naturalmente, el perdedor de esta batalla, quizás algo menos perdedor que sus predecesores estructuralistas, fue si no bien olvidado sí instalado en un segundo plano en favor del progreso. Una prueba tan trivial como aplastante de esta relegación acaba de aparecer por sorpresa ante mis ojos al escribir estas líneas, Darwin es una palabra conocida por el corrector de idioma de mi ordenador, incluso siendo un nombre propio, en cambio Lamarck está subrayado en rojo en todo el texto, irreconocido e inexistente. El producto estrella del progreso contemporáneo, el ordenador personal, está de acuerdo conmigo.
Esta glorificación de la verdad de Darwin contra la falsedad de la existencia de una “arquitectura de formas” es posible que nos haya acercado al conocimiento de nosotros mismos, pero el olvido a que ha sido sometida la teoría estructuralista de la evolución en frente de la funcionalista nos ha privado de una bella forma de entender la naturaleza.
En un campo si cabe más complejo, al menos para alguien de letras como yo, la física quántica, este desprecio por los perdedores es incluso más salvaje, a veces con resultados imprevisibles. El enigma de nuestra época en lo que refiere a la comprensión de nuestro universo se encuentra en las partículas subatómicas que definen o deberían definir los comportamientos de toda materia regida por las leyes de la física. El problema aparece cuando no solo somos prácticamente incapaces de comprender las relaciones, las reacciones y las fuerzas que rigen estas partículas sino que además parece que éstas se enfrentan directamente a la teoría de la relatividad. El hecho de que las enormes energías que conducen a los planetas por sus órbitas (Leyes de Newton) se contradigan con el de las tan o más enormes energía que mantienen, por ejemplo, unidas las partes de los átomos nos desorienta y nos deja, por decirlo de alguna manera, desnudos de nuevo ante el universo.
A mediados del siglo pasado un joven estudiante de física empezó a elaborar una teoría tomando como base un antiguo manuscrito sobre física encontrado prácticamente abandonado en el fondo de un cajón en una biblioteca. Esta teoría, mejorada y redefinida con el tiempo por otros, es conocida como la “teoría de cuerdas” y se centra en una fórmula de imposible comprobación que relaciona y hace compatibles las leyes de la física newtoniana y las leyes de la física subatómica (teoría de la unificación). En este punto y sin adentrarnos más en las consideraciones físico-matemáticas de esta teoría por no ser importantes para este escrito volvemos al tema que nos ocupa. La fórmula base para una teoría recuperada a finales del siglo veinte y que está vigente ahora mismo en cuanto a discusión viva y palpitante de la física contemporánea fue apartada, olvidada, defenestrada de la ciencia de la modernidad hace más de dos siglos y permaneció oculta en un cajón hasta los mediados del siglo veinte. Se despreció una teoría que, puede ser o no ser falsa, pero que ahora mismo centra de nuevo las investigaciones de algunos de los físicos más importantes, mal que les pese a algunos, de la actualidad. De nuevos nos hallamos ante el rígido desprecio por lo no comprobado, o por lo falso, o por lo que no se ajusta a nuestra forma de conocer el mundo heredado, en este caso “realmente” heredado en forma de documento, de la modernidad. Este desprecio en la “teoría de cuerdas” puede, además, acabar por darnos alguna sorpresa, pues la nueva “Teoría de las supercuerdas” se alza cada vez con más apoyo entre jóvenes científicos y está solo a la espera de un experimento dentro de lo posible para modificar para siempre nuestra forma de entender el universo (orden de partículas subatómicas, división en nuevas dimensiones, conceptos de espacio-tiempo, etc...).
El problema, de todas formas, no es que una teoría despreciada y olvidada pueda sentar la base para el novísimo conocimiento, aunque este es parte del problema. El mayor defecto es precisamente este punto de enfoque anclado en una obsesión por la superioridad de nuestra cultura que es un síntoma de la vieja ansia de dominación destapada durante el siglo veinte por muchos, entre ellos Adorno o los post-estructuralistas. Nuestra ciencia es incapaz de entender la no razón, la falta de peso del concepto de verdad, la belleza del error, el horror del que es capaz la técnica y muchos otros “hechos conceptuales” (aquí me tomo cierta libertad lingüística, lo sé), que aplastan nuestra visión del mundo y por extensión de nosotros mismos. No aceptar la falsedad en el proceso científico, exigir empirismo cuando no es exigible en absoluto, apartar de nuestra biografía científica a los que después de muchos esfuerzos han tenido que ver como sus teorías eran rebatidas, no es solo causa de sino consecuencia de una visión obsoleta y marcada por la desgracia de la ciencia, una visión dibujada con conceptos tan vacíos como progreso, orden o verdad.

miércoles, marzo 23, 2005


Granada 2005