lunes, abril 30, 2007

lunes, abril 23, 2007

¿Hogar, dulce hogar?

Nos echan de nuestra casa.

Bueno, es algo que tenía que pasar. En una ciudad como Barcelona, en la que hay gente que alquila “lofts” de 45 metros cuadrados por 800 euros (vi uno, solo por curiosidad y por ver la cara del que lo enseñaba, la semana pasada), un piso agradable, con terraza y dos habitaciones grandes por 700 euros no podía durar eternamente.

Hay varias cosas de la maniobra que me molestan, de todas formas:

En dos años y medio, desde que se alquiló este piso, los precios del alquiler se han más que duplicado en esta ciudad (la botiga més gran del món), es decir, que llevamos dos meses buscando pisos y cualquier cosa remotamente parecida al que tenemos ahora, cuesta entre 1200 y 1300 euros. Alegría, alegría, que aquí el dinero lo regalan.

Otra cosa que me molesta es, claro, que nos echan del piso porque lo ha comprado una empresa que reforma y vende pisos después de adaptarlos al mercado de lujo, es decir, que compran mi piso por 100, le dan una mano de pintura, ponen buzones y cubren el precioso suelo de baldosas con parquet de imitación, y lo venden por 250. Como ya sabéis, el trabajo dignifica, y menos mal que esta gente no sabe lo que es la dignidad ni les interesa, porque trabajar, lo que es trabajar, más bien poco.

En cualquier caso, lo que más me saca de quicio no tiene que ver con el dinero o con el precio de los pisos. Lo que más me jode es que me gusta mi piso. Es bonito y lo tenemos arreglado. Conozco a todos los vecinos y salgo a la terraza a desayunar y me los encuentro en su jardincito. Me gusta comer y justo debajo de casa hay un restaurante segoviano en el que hacen unos bistecs que no se los salta un gitano. Me gusta andar y voy caminando hasta el centro o paseo por la diagonal tan a gusto casi todas las mañanas. Sí, me gusta mucho, y me jode tener que irme porque en este país solo se contemple el concepto de “hogar”, es decir, de lugar de residencia permanente en el que se tienen raíces y con el que se han establecido relaciones sentimentales duraderas, en caso de propiedad absoluta. O sea, que solo tienes un hogar si lo has comprado, la gente que vive de alquiler no vive en un hogar, sino en un espacio temporal sin valor alguno más allá del precio por metro cuadrado. Puedes pasar 20 años alquilado en un piso, que tus vecinos sean amigos, que hayas criado a tus hijos en esa casa, y para el Estado seguirá sin ser un hogar y, por tanto, sin merecer protección. La única protección para esto, como para muchas otras cosas, es el dinero. Cómprate la casa. Cómprate a los niños a base de playstations y discos de Bisbal. Cómprate un estatus conduciendo un cochazo de gama alta tan aparatoso como absurdamente caro. Cómprate la felicidad a base de prozac, sofrinor, orfidal, vuprex y rohipnol. Cómprate confianza en ti mismo a base de bisturí y de corporaciones dermoestéticas.

Luego muérete y que el Estado o algún hijo malcriado y con un gusto músical penoso arramble con todo.

miércoles, abril 11, 2007

Albricio (II)

Así, en el puerto oscuro, Albricio paseaba y se sentía seguro. No deja de ser curiosa la capacidad de los hombres para inventarse confort y seguridad, para imaginarse hogares, en los sitios más inverosímiles. Porque para Albricio esas callejas húmedas y esas esquinas roídas eran un hogar. A veces incluso más que el sitio en el que dormía. Eran horas y horas de paseos ensimismado, como si el resto de las personas, los borrachos, los clientes, los mendigos y desahuciados, los que buscaban algo y las que lo ofrecían todo, como si todos, desparecieran a cada paso y sus ruidos y sus gritos se apagaran y no consiguieran romper el ritmo de sus pensamientos. Allí fue donde Albricio empezó a tejer, lentamente, las historias que sin él pretenderlo se le venían a la cabeza y le hablaban, como surgidas de debajo de algún adoquín. Él no hablaba de ellas con nadie, en realidad pocos eran sus amigos y ninguno demasiado íntimo, al menos antes de que apareciera Moises, pero aunque los hubiera habido tampoco les hubiera hablado de ellas.
Y así Albricio, entre paseo nocturno y paseo nocturno, y más bien poco más, llego a hacerse todo un hombre. Más bien desgarbado, más flaco que gordo y más estrecho que ancho, pero hombre. Le gustaba vivir todavía con su madre, ya mayor y sola al fin, abandonados ya los hombres de ida y vuelta y de olores rancios, porque todavía, de vez en cuando, insistía en contarle alguno de sus cuentos, todos oidos una y mil veces.

miércoles, abril 04, 2007

Albricio Zapatetas (Parte I)

Albricio Zapatetas, nacido contradicción, nunca encontró un sitio en este mundo. Su madre, húngara de nacimiento pero criada en la Barcelona húmeda y dividida de los años 60, decidió hacerle caso a su padre, inmigrante perpetuo, y ponerle al niño un nombre español, bien español. El padre estuvo menos de seis meses y después desapareció, para inmigrar en algún otro lado, o en alguna otra mujer, mejor dicho, pero a Albricio se le quedó el nombre para siempre porque los nombres no migran. Al menos no tanto.
Así Albricio se crió en unos callejones magníficos, con charcos en los que chapotear y con cajas de cartón con las que hacer castillos con sus amigos, con edificios vacíos en los que esconderse a fumar cuando era un chaval, y con rincones oscuros y portales con luces fundidas en los que sobarse cuando ya lo era menos.
Su madre no tenia oficio que él supiera, pero nunca faltaba un plato en la mesa. El problema era que a veces sí sobraba el padre de turno. Porque a Albricio le gustaba estar con su madre cuando estaban a solas, cuando le contaba viejas historias húngaras como la de la bruja y el emperador, o la del árbol que se sentía solo en medio del bosque, pero no le gustaba su madre cuando le sonreía a algún desconocido, o cuando se traía a casa a alguno que olía más a aguardiente que a otra cosa. Y eso, desgraciadamente, era muy a menudo. De modo que, cuando el ambiente en casa no le caía con gusto, Albricio se bajaba a la calle y, en plena noche, echaba a andar hacia el puerto.
Por si alguno no lo sabe, el puerto de Barcelona ha sido siempre un refugio. Desde expediciones romanas que se encontraban con íberos en el Turó de la Peira y bajaban a refugiarse debajo del Mons Taber, hasta travestidos y putas que huían de los defensores a sueldo (siempre a sueldo) de la moralidad y se refugiaban en los estrechos callejones del barrio chino.

domingo, abril 01, 2007

Trabajar mata

Trabajo demasiado.

Eso es un hecho.

Me esta afectando a la cabeza. Eso también es un hecho.

Trabajar mata, al menos tanto como cualquier otra cosa.