Salvador evitaba desde siempre las calles con nombre de persona. Eso, desde luego, no facilitaba su vida en las grandes ciudades, así que recién acabada su adolescencia tuvo que hacerse a la idea de que debía mudarse a algún pueblecito. Así al menos no corría el peligro de bajarse de algún metro distraído y romper su voto sin quererlo.
Escogió un pueblo inocente de la Cataluña interior, relativamente a medio camino entre Gerona y Olot, en la Garrotxa.
Es ésta tierra de volcanes apagados y verdes aún más apagados, repartidos entre el verde oscuro de las hojas de los sauces y el verde casi marrón de los hongos que crecen en sus troncos. También es lugar de ríos frescos y salvajes recortados contra las frías rocas de los barrancos. De noches silenciosas rellenas de animales que pasean por aquí y escarban una madriguera por allá.
El pueblecito solo tenía tres calles, la de la Ida, la de la Vuelta y la Calle Mayor, y formaban una F. Los nombres los habían escogido los propios habitantes, trescientos sesenta y cinco en total el día de la asamblea, allá por finales de los años cuarenta, después de una profunda reflexión sobre lo que habían vivido y lo que les quedaba todavía y después de decidir mantenerse tan al margen del resto del país (y del mundo en general) como pudieran. Eso no significaba que rehusaran aceptar nuevos vecinos, y Salvador era buena prueba de ello, pero sí renunciaron al teléfono, al servicio de correos y a todas las suscripciones de gente del pueblo al Reader’s Digest.