jueves, mayo 19, 2005

Pócima

Doce, doce nada más y nada menos, hombres cruzaron aquella noche el umbral de su puerta. Entraban, compraban el liquido amarillento servido en pequeños tarros cerrados con un tapón de corcho, charlaban unos instantes de algo insustancial, y se iban apresuradamente.
En los frascos el líquido, espeso, apenas se movía cuando ella lo sacaba de alguno de los pequeños armarios de su despensa. Abría la puerta de madera, recubierta de un halo de misterio desde que la leyenda empezó a revolotear por el pueblo, encendía la luz de la única bombilla del cuartito tirando de un hilo, y entraba cerrando la puerta tras de sí para que los hombres quedaran a la espera, solos, en el salón.
Cuando los clientes salían, dispuestos satisfacer sus bajas necesidades, quizás con su mujer, quizás con otra, ella se quedaba sola en el salón, sentada, sonriente. No recordaba el momento exacto en el que se le ocurrió empezar la historia. Sí recuerda que fue fácil y que en pocas semanas ya llegó el primero, vacilante e inseguro, a preguntar si era cierto aquello que decían de su brebaje. Ella, claro, contestó que sí. Él compró, claro. Y en pocos meses cada noche llegaban muchos, ocho, diez, doce, y compraban y se iban, y volvían otro día, y otro. Y a ella las mujeres la miraban por la calle y la señalaban con el dedo.
Y en el brebaje solo había agua y miel.

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